|
Procedente de las Colecciones Reales, se
identifica por vez primera en el inventario de los cuadros salvados del incendio de 1734.
Debió de entrar, pues, en el Palacio, ya en el reinado de Felipe V, y carece de
fundamento la afirmación, que alguna vez se ha hecho, de que se debió de pintar para
Felipe IV.Figura en los sucesivos
inventarios del siglo XVIII. En 1772 se hallaba en la sacristía de la Real Capilla, y en
1794 en la «pieza primera de retrete», pasando al Prado desde su fundación.
Es obra especialmente significativa del momento
más feliz de la producción del maestro, cuando su tenebrismo, dramático y sombrío,
cede ante la sugestión luminosa y colorista del neovenecianismo difuso en Italia en esos
años, y de su conocimiento de la pintura flamenca, vandyckiana especialmente, que
comienza a ser conocida y apreciada en la propia Nápoles.
El asunto es, además, especialmente adecuado
para enfrentar modos y técnicas contrapuestos. El gigantesco y rudo San Cristóbal,
que evoca por su musculatura y carácter los gigantes mitológicos, de los que Ribera
había dejado soberbia y terrible imagen en sus lienzos de 1632 (véanse Cats. 57-58)
se contrapone a la delicada y frágil figura del Niño Jesús, tratada en tonos claros de
intensa luminosidad. El cabello rubio del Niño y la bola del mundo, de bellísimas
tonalidades verdosas, corresponden perfectamente a lo que se advierte en los lienzos
mitológicos de ese mismo año de 1637 (Cat. 70), en el que Ribera ha firmado
algunas de sus más afortunadas creaciones, inmersas ya en un luminismo abierto y
triunfal.
Se conoce un dibujo del pintor con el mismo
asunto, pero de composición absolutamente diversa, y concebido, además, casi de cuerpo
entero. En el lienzo, la concentración expresiva es mucho más intensa y expresiva.
[A E. P. S.] |