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Es sin duda una de las más nobles y severas imágenes de apóstoles pintados por Ribera
en esos años iniciales de la cuarta década del siglo, dentro de la tradición
caravaggista estricta, pero matizada por un personalísimo modo de entender lo más
individual y digno de sus modelos, procedentes de la vida callejera pero impregnados de
una profunda calidad humana que los ennoblece y les otorga
un «decoro» bien diverso a la áspera y vulgar manera
de sus primeras obras (Los Sentidos, por ejemplo) más vinculadas a la
crudeza de sus compañeros nórdicos.Para
la cabeza de estos santos, como para los de algunos de sus filósofos, parece haber tenido
en cuenta bustos clásicos de los sabios de la antigüedad, frecuentes en las colecciones
romanas y napolitanas, aunque impregnando siempre el modelo marmóreo de una inmediata
actualidad.
La capacidad de traducir la calidad material de
las cosas sigue manifestándose en toda su maestría aquí y en otras obras de este
momento, a través de una técnica cada vez más muelle, y servida con una pasta espesa y
grasa sobre la cual el pincel de cerdas duras deja una huella bien visible.
El cuadro entró en El Escorial, antes de 1700,
quizás después del incendio de 1672. Se describe primero (1700 y 1764) en la Galería
del Oriente de los Aposentos Reales y luego, según el testimonio de Ceán, se instaló en
el claustro principal alto, cuando se renovó la decoración de los aposentos, instalando
en ellos los tapices, en tiempos de Carlos III.
Felton ha supuesto que su emparejamiento con el San
Andrés del Prado, que se describe en 1700, con las mismas dimensiones que éste,
aunque, sorprendentemente, se tasa exactamente en el doble de valor: 200 ducados frente a
los 100 en que se valora este San Simón.
[A. E. P. S.] |