Obras de Diego de Velázquez

Considerado por la historia del arte como un artista universal, las obras de Diego Velázquez gozaron desde siempre del aprecio y la estimación de todas las gentes, tanto de los críticos y los entendidos como de los propios artistas, los eruditos y los simples curiosos, que encontraron en sus cuadros una visión directa de la realidad y una interpretación amable y libre de prejuicios de sus aspectos más oscuros y controvertidos. Al inicio de su carrera, en Sevilla, Velázquez dirigió su mirada hacia personajes populares y perfectamente identificables en su fisonomía, sus gestos y su actividad: la Vieja friendo huevos (1618, Edimburgo, National Gallery of Scotland), los Jóvenes comiendo y el Aguador de Sevilla (ambos de hacia 1620-1622, Londres, Wellington Museum) nos devuelven imágenes de la vida cotidiana y nos evocan oficios —como el de la venta callejera de agua fresca— que fueron cayendo en desuso con el paso del tiempo. Esta misma actitud queda patente también en sus primeras interpretaciones de asuntos religiosos, como Cristo en casa de Marta y María (1618, Londres, National Gallery) o La cena de Emaús (h. 1618-1620, Dublín, The National Gallery of Ireland), donde la trascendencia del hecho se oculta tras una cortina de aparente naturalidad. Su gusto por lo concreto no desapareció nunca, sino que fue matizándose y evolucionando al compás de su desarrollo artístico.

En Madrid triunfó enseguida como pintor áulico y compuso la mejor galería de retratos regios y cortesanos de la colección real (Museo Nacional del Prado), sustituyendo el rígido formulismo de la etapa anterior por una visión más sobria, cercana y natural y por una interpretación de la majestad fundamentada en la dignidad del retratado. Desde la imponente cima de la soberanía descendió a las profundidades marginales donde habitaban los bufones, «hombres de placer de la corte» cuya deformidad plasmó con un respetuoso realismo, huyendo de las estridencias y la burla para destacar su condición humana y su triste existencia (Madrid, Museo Nacional del Prado). Este innovador proceso de desmitificación afectó también a la pintura de tema mitológico, rara en España, que en sus manos adquirió un tono coloquial y sarcástico en el que se humanizaban y analizaban las pasiones de los dioses (El triunfo de Baco y La fragua de Vulcano 1628-1630, Museo del Prado, o La Venus del espejo, 1650, Londres, National Gallery). Artista en constante evolución, al final de sus días pintó dos de sus obras más extraordinarias —además de otras muchas que nos obligarían a confeccionar un abultado catálogo— Las Meninas y Las hilanderas, ambas en el Museo del Prado (1656-1657).

En ellas, de una belleza y una maestría insuperables, Velázquez culminó las investigaciones renacentistas de Leonardo Da Vinci acerca de la representación del espacio atmosférico o perspectiva aérea, jugando con la ambigüedad de un realismo aparente y la verosimilitud de una instantánea para ocultar un complejo significado simbólico mediante el cual el artista evidenciaba su extraordinaria creatividad y el fundamento intelectual del arte de la pintura, que quedaba así elevada a la más alta dignidad.