Teatro y Literatura
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Francisco de Quevedo
Dos sonetos de Francisco de Quevedo

  • Prosa

Luis Vélez de Guevara
Fragmento de El diablo cojuelo

Calderón de la Barca
Dos escenas de Calderón de la Barca

 

Francisco de Quevedo

Francisco de Quevedo Villegas (1580-1645) es un poeta de múltiples facetas, y también en su obra aparece Madrid como capital donde se dan cita los grandes acontecimientos de la monarquía. En el soneto titulado Huye la Casa de Campo explica cómo los jardines de la Casa de Campo, donde estaba entonces la magnífica estatua de Felipe III terminada por Pedro Tacca, regados por un raquítico Manzanares «que no se harta de agua en invierno y en verano apenas lava sus pies con la poca que tiene», sólo pueden callar de envidia ante la magnificencia del sitio del Retiro, cada vez más frecuentado en su detrimento tras la inauguración en 1632 del nuevo Palacio. La estatua ecuestre de la Casa de Campo a la que alude Quevedo es la antecesora de la más audaz y «colosal» que el mismo Tacca confeccionaría de Felipe IV —el rey sobre un caballo en corveta, sólo apoyado en los cuartos traseros—, precisamente para el Buen Retiro, y que hoy se admira en la Plaza de Oriente. Quevedo asistió a alguna de estas fiestas de inauguración del nuevo real sitio aunque, como se ve en el texto y en otras alusiones, no lo alaba exorbitantemente. Hay quien ha visto esta actitud como propia de la nobleza que se alejaba del poder y se oponía cada vez más a la figura del conde duque de Olivares; a esta nobleza se hallaba cercano ideológicamente Quevedo a la sazón. Es otro testimonio de ese esplendor en decadencia generalizado que, desde su construcción, ya representaba involuntariamente el Buen Retiro. El segundo poema es el soneto que Quevedo dedicó a Spínola, figura central de La rendición de Breda y testimonio triunfante de las contiendas hispanas, que murió entre intrigas palaciegas en la corte, en 1630.

 

Dos sonetos de Francisco de Quevedo

Huye la Casa de Campo
(donde está el coloso del señor rey Felipe III).
La competencia del Retiro. Soneto.

Piedras apaño cuando veis que callo;
y, pudiendo vendérselas, las tiro
al edificio que invidiosa miro,
pues Roma se preciara de invidiallo.

Si por tener tan sólo este caballo
no he podido jamás juntar un tiro,
mal podré competir con el Retiro,
en quien echó la arquitectura el fallo.

¿Qué pudo sucederme en este río,
que no se harta de agua en el invierno
y aun no lava sus pies en el estío?

Si va por ermitaño, sempiterno
el ermitaño que en el Ángel crío,
puede tener a Juan Guarín por yerno.

 

Inscripción  al marqués Ambrosio Spínola,
que gobernó las armas católicas en Flandes. Soneto.

Lo que en Troya pudieron las traiciones,
Sinón y Ulises y el caballo duro,
pudo de Ostende en el soberbio muro
tu espada, acaudillando tus legiones.

Cayó, al aparecer tus escuadrones,
Frisa y Breda por tierra, y, mal seguro,
debajo de tus armas vio el perjuro
sin blasón su muralla y sus pendones.

Todo el Palatinado sujetaste
al Monarca español, y tu presencia
al furor del hereje fue contraste.

En Flandes dijo tu valor tu ausencia,
en Italia tu muerte, y nos dejaste,
Spínola, dolor sin resistencia.

 

 

Luis Vélez de Guevara

Luis Vélez de Guevara (1579-1664) era un dignísimo representante de la prosa barroca en  los años en que el Palacio de Buen Retiro se edificó. Si bien se lo conoce por su obra teatral, en especial por su Reinar después de morir y su Serrana de la Vera, no es menos famoso por su relato El diablo cojuelo. Esta es una novela de costumbres con tintes picarescos, compuesta por los años 30 del siglo XVII, en la que don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, un «hidalgo de cuatro vientos» estudiante madrileño, vive una serie de peripecias guiado por un diablo cojo que le muestra toda una síntesis de la vida, la cultura y la literatura del barroco español. Luis Vélez de Guevara ilustra la corte de su tiempo al comienzo del capítulo, o «tranco» tercero, con una serie de vivas descripciones del Madrid apariencial y mentiroso, que en el esplendoroso contexto de la construcción del Palacio intentaba apenas detener la decadencia. Es el fragmento que ofrecemos aquí.

 

Fragmento de El diablo cojuelo

Ya comenzaban en el puchero humano de la corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba y otros hacia abajo, y otros de través, haciendo un cruzado al son de su misma confusión, y el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas con ruedas, que por otro nombre llaman coches, trabándose la batalla del día, cada uno con disinio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una polvareda de embustes y mentiras, que no se descubría una brizna de verdad por un ojo de la cara, y don Cleofás iba siguiendo a su camarada, que le había metido por una calle algo angosta, llena de espejos por una parte y por otra, donde estaban muchas damas y lindos mirándose y poniéndose de diferentes posturas de bocas, guedejas y semblantes, ojos, bigotes, brazos y manos, haciéndose cocos a ellos mismos. Preguntóle don Cleofás qué calle era aquella, que le parecía que no la había visto en Madrid, y respondióle el Cojuelo:

—Esta se llama la calle de los Gestos, que solamente salen a ella estas figuras de la baraja de la corte, que vienen aquí a tomar el gesto con que han de andar aquel día, y salen con perlesía de lindeza, unos con la boquita de piñón, otros con los ojitos dormidos, roncando hermosura, y todos con los dos dedos de las manos, índice y meñique, levantados, y esotros, de Gloria Patri. Pero salgámonos muy apriesa de aquí; que con tener estómago de demonio y no haberme mareado las maretas del infierno, me le han revuelto estas sabandijas, que nacieron para desacreditar la naturaleza y el rentoy.

Con esto, salieron desta calle a una plazuela donde había gran concurso de viejas que habían sido damas cortesanas, y mozas que entraban a ser lo que ellas habían sido, en grande contratación unas con otras. Preguntó el estudiante a su camarada qué sitio era aquél, que tampoco le había visto, y él le respondió:

—Este es el baratillo de los apellidos, que aquellas damas pasas truecan con estas mozas albillas por medias traídas, por zapatos viejos, valonas, tocas y ligas, como ya no las han menester; que el Guzmán, el Mendoza, el Enríquez, el Cerda, el Cueva, el Silva, el Castro, el Girón, el Toledo, el Pacheco, el Córdova, el Manrique de Lara, el Osorio, el Aragón, el Guevara y otros generosos apellidos los ceden a quien los ha menester ahora para el oficio que comienza, y ellas se quedan con sus patronímicos primeros de Hernández, Martínez, López, Rodríguez, Pérez, González, etcétera, porque al fin de los años mil, vuelven los nombres por donde solían ir.

Cada día —dijo el Estudiante— hay cosas nuevas en la corte.

Y, a mano izquierda, entraron a otra plazuela al modo de la de los Herradores, donde se alquilaban tías, hermanos, primos y maridos, como lacayos y escuderos, para damas de achaque que quieren pasar en la corte con buen nombre y encarecer su mercadería.

 

 

Lope de Vega

Lope Félix de Vega Carpio (1562-1635) estaba ya viviendo sus últimos años cuando se edificó el Palacio del Buen Retiro. Sin embargo, la viva impronta que en su extensa obra dejó Madrid lo hace ser, quizá, el autor que más adecuadamente ilustra la vida de su ciudad en aquellos años en forma de versos. Además de todo ello, Lope de Vega es el autor y preceptista con quien el teatro barroco español, cuyo máximo escenario son los corrales madrileños, alcanza su pleno desarrollo. Las fiestas, las figuras de la vida religiosa, las gentes, las costumbres y la historia de la villa son temas recurrentes que aparecen en las comedias de Lope de Vega.

El texto de una de sus llamadas «comedias madrileñas», El acero de Madrid, nos muestra algunas costumbres que seguían las mujeres de la corte para realzar y mantener su belleza. Estaba a la sazón de moda la palidez de rostro en la mujer, y para obtenerlo se creía que uno de los medios más efectivos era  masticar barro o yeso perfumado con ámbar, búcaros, que gozaban de gran aceptación entre mujeres y hombres. Las aguas ricas en hierro de la ciudad y los paseos matutinos eran un remedio para curar la opilación, u «obstrucción y embarazo en las vías y conductos por donde pasan los humores» —como lo definiría un siglo después el Diccionario de Autoridades—, cuyo causante principal era la consumición de esos búcaros.

El humor melancólico predominaba cuando se padecía esa enfermedad, según las teorías médicas de la época, y era necesario acudir al «acero» —las aguas ferruginosas— para buscar remedios a la clorosis. Concretamente, la fuente del acero madrileño estaba al otro lado del Puente de Segovia. En la comedia de Lope, los encuentros de los dos enamorados que la protagonizan, Belisa y Lisardo, se ven facilitados por esos paseos y por esa obsesión curativa de la melancolía. En la escena que se reproduce en el primero de los textos , el gracioso de la comedia, Beltrán, se hace pasar por médico llenando su plática de latinajos macarrónicos. Los síntomas de la opilación y los remedios que se aplicaban en el Madrid del seiscientos los describe Lope en la misma obra por medio de la canción que también leeremos.

 

Dos fragmentos de El acero de Madrid

 

BELISA. Siento una gran soledad
de hablar y tratar con gente.
Allégome a la ventana,
y aunque mucha gente veo,
no está allí lo que deseo,
y quítaseme la gana.
Tras esto la opilación
que esto me suele causar,
tampoco me deja hablar
y apriétame el corazón.
Querría hablar y no puedo;
mas agora espero en Dios
que tengo de hablar por vos
si desopilada quedo.

 

BELTRÁN. Aquí hay mucho que decir,
mas no da el tiempo lugar;
yo haré que podáis hablar
y honestamente reír.
Al subir cuesta, escalera
u otra cosa, ¿qué sentís?

 

BELISA. Siento ahogarme.

 

BELTRÁN. ¿No subís ligera?

 

BELISA. ¿Cómo ligera?

 

BELTRÁN. Ahora bien; pues vos podréis
muy presto. Y tan sólo quiero
que por agora el acero
cuatro mañanas toméis,
y os salgáis a pasear
al Soto, Atocha o al Prado;
pero con mucho cuidado
de que el sol no os ha de dar;
porque allá Galeno dice
que cuando acero tometur
sol in cápita non detur

que a la cura contradice.

 

LISARDO. ¡Maldígate Dios, amén!
[Aparte] Si éstos supiesen latín,
yo soy perdido.

 

BELTRÁN. Y, en fin,
mañana comienza bien;
porque ayer fue oposición,
y dice el doctor Laguna
que por opósita luna
non fiat nulla emisión.

...................................................

Niña del color quebrado,
o tienes amor o comes barro.
Niña que al salir el alba
dorando los verdes prados,
esmaltan el de Madrid
de jazmines tus pies blancos;
tú, que vives sin color,
y no vives sin cuidado,
o tienes amor, o comes barro.
Que salgas tan de mañana
con tal cuidado, me espanto;
estoy por decir, por ti:
eso que comes no es barro,
pues madrugas y no duermes,
y andas por mayo en el campo;
o tienes amor, o comes barro.

 

 

Calderón de la Barca

Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), autor inmortalizado por sus metáforas de la vida como sueño y del mundo como teatro, nació con los primeros días del siglo XVII. En el momento de la inauguración del Palacio del Buen Retiro ya había triunfado en el teatro público de los corrales de comedias, recibido los elogios de Lope de Vega en su Laurel de Apolo, y trabajado en teatro cortesano y de autos sacramentales. Y eso por no hablar de su vida pendenciera y turbulenta: soldado en Flandes y Cataluña, transgresor de recintos sagrados por motivos de venganza, padre confeso de un hijo natural... y observante capellán durante sus últimos veinte años.

En 1635, el año de La vida es sueño, nombraron a Calderón de la Barca director de las representaciones palaciegas. Si bien no fue, como es lógico, el único proveedor de obras para la representación en la corte del Buen Retiro, puede calificarse al autor como «el dramaturgo de Palacio». Se sabe que a partir de 1651 Calderón dejó el teatro público, de corral, para dedicarse en exclusividad a producir obras de Palacio y autos que, pese a ello, se representaron también fuera del ambiente cortesano.

Dos de las obras de Calderón de la Barca que se vieron por entonces en Palacio fueron La fábula de Dafne (1635) y Los tres mayores prodigios (1636). En ambas la escenografía alcanzaba altos grados de complejidad, con tramoyas y escenarios cambiantes que hacían necesaria la construcción de complicadas y costosas maquinarias. En el caso de Los tres mayores prodigios, toda una fiesta que se representó en tres escenarios (un acto para cada uno de ellos con una compañía diferente), en uno de los patios del Palacio la noche de San Juan, se trataron tres episodios mitológicos. Estas tres jornadas, escenarios de tres «prodigios» interrelacionados, se situaban en Asia, Europa y África y tenían respectivamente como protagonistas a los tres héroes Jasón, Teseo y Hércules, figura ésta última muy vinculada por otras razones a la monarquía hispánica y al Salón de Reinos.

Aunque en la obra la figura de Hércules está tratada con otro sentido del que se le da en la serie de cuadros de Zurbarán, es interesante su imagen como representación de los celos en el contexto del concepto barroco del honor. Leeremos un fragmento en el que Hércules, en el comienzo de la tercera jornada, sorprende a un grupo de villanos habitantes del monte Oeta y ellos huyen asustados. Tras detenerlos, les refiere sus problemas y les pide, atormentado por los celos, información sobre el centauro Neso, al que persigue por haber raptado a  Deyanira.

Calderón de la Barca puso en escena también El sitio de Breda, y la escena final de esta obra, en la que se representa la entrega de llaves tras la rendición, da vida a la conversación que se adivina, al contemplar el cuadro de Diego de Velázquez, entre los dos personajes principales: el vencido defensor, Justino de Nassau, y el marqués Ambrosio Spínola.

 

Dos escenas de Calderón

Los tres mayores prodigios

HÉRCULES. Desde el Flegra, aquel robusto
peñasco que fue en un tiempo
campaña de hombres y dioses,
cuando gigantes soberbios
intentaron escalar
la majestad de los cielos,
siendo después su edificio
su caduco monumento:
al Oeta, ese gigante
de hiedra, que a Atlante opuesto,
le ayuda en ausencia mía
a sostener el gran peso
de once globos: despechado,
altivo, crüel, resuelto,
desesperado y confuso,
con una demanda llego.
Decidme, por vida vuestra,
si por dicha (mal empiezo),
si por desdicha (bien digo),
visteis por estos desiertos
veloz un Centauro, que
de dos especies compuesto,
el medio parece hombre,
y caballo el otro medio;
siendo así que no es mitad
de uno y otro, pues dos cuerpos
son, aunque los juzgue uno
el acción y el movimiento.
Este pues (¡Ay infelice!),
fiado en el bruto ligero,
trae una dama robada,
(¿Cómo pronunciarlo puedo,
¡ay de mí!, sin que mi vida
salga deshecha en mi aliento?)
En busca suya he corrido
toda el África, teniendo,
por cuanto término el sol
va delineando y midiendo
con el curso natural
la edad de un círculo entero.
Siempre de las dos noticias,
pero nunca avisos ciertos.
Ayer unos labradores
de aquestos vecinos pueblos,
que a lo intrincado del monte
entró con ella, dijeron.
Y así hoy en alcance suyo
estas malezas penetro,
estas selvas solicito,
estos peñascos inquiero
trono a tronco, rama a rama,
piedra a piedra y seno a seno
decidme si le habéis visto;
que en albricias os prometo
ricos dones... ¿Quién dio albricias
jamás de sus sentimientos?
O si sabéis de los dos,
y calláis, por los eternos
dioses, que aquesta montaña,
arrancada de su asiento,
sea hoy la tumba vuestra,
o, breves pedazos hechos,
seáis átomos ociosos
de la vanidad del viento;
porque si Hércules con dichas
fue horror, fue pasmo estupendo
de los hombres y las fieras,
¿Qué será Hércules con celos?

 

El sitio de Breda

(Salgan todos los que pudieren por una parte, y por otra, entrando los españoles, y después a la puerta Justino con una fuente, y en ella las llaves.)

JUSTINO
DE NASSAU.
Aquestas las llaves son
de la fuerza, y libremente
hago protesta en tus manos,
que no hay temor que me fuerce
a entregarlas, pues tuviera
por menos dolor la muerte:
aquesto no ha sido trato,
sino fortuna, que vuelve
en polvo las monarquías
más altivas y excelentes

 

MARQUÉS
SPÍNOLA.
Justino, yo las recibo,
y conozco que valiente
sois, que el valor del vencido
hace famoso al que vence.
Y en el nombre de Filipo
Quarto, que por siglos reyne
con más vitorias, que nunca
tan dichoso, como siempre,
tomo aquesta posesión.