La elección del lugar

Cuando Felipe IV sube al trono (1621), a pesar de contar con un magnífico palacio real (el Alcázar), recientemente ampliado y adecuado, surge la necesidad de crear un escenario donde representar el nuevo sentimiento barroco que ha comenzado con el siglo.

La nueva construcción real debe estar inmersa en la ciudad, cerca del lugar de permanencia de la corte. Por su parte, la nobleza madrileña ya se había construido sus villas suburbanas en los bordes del Prado de San Jerónimo, antiguo límite de la ciudad. Este Paseo tomaba su nombre del Monasterio cercano, donde a su vez, los reyes tenían unos aposentos que utilizaban en diversas ocasiones, y desde tiempos muy remotos era paseo predilecto de los madrileños.

En el otro extremo, al Oeste, se encuentra el Alcázar, y más allá cruzando el puente de Segovia, los terrenos de la Casa de Campo, también Sitio Real desde la época de Felipe II. Los restantes sitios reales se encuentran hacia el Norte, en dirección a la Sierra de Guadarrama, (Palacio de la Zarzuela, Palacio del Pardo y Torre de la Parada). Hacia el Sur de la ciudad se encuentra el río Manzanares que impide el desarrollo urbanístico en esta zona.

Con esta configuración de la Villa el enclave del nuevo palacio parece claro, no hay otra elección mejor que el Prado de San Jerónimo, el Este de la ciudad, asentándose de esta forma entre la urbe y el campo, adquiriendo un valor urbanístico clave, pues configura la trama urbana al tiempo que cumple con los requisitos barrocos de la ciudad ideal.