Las costumbres

Desde horas muy tempranas, las siete en verano, las ocho en invierno, las calles y plazas madrileñas se llenaban de gentío al son de las innúmeras campanas de iglesias y monasterios. A pie, en mula o en carroza, personajes de toda índole pasaban por la Plaza Mayor, la de la Cebada o la Red de San Luis para, en sus mercados, adquirir las vituallas diarias en medio de alborotos y trifulcas. En algunas esquinas empezaban a funcionar los famosos bodegones de puntapié, tenderetes donde se servían alimentos para comer en la calle. La intensa actividad de la villa, era interrumpida al toque vespertino de oraciones a las doce, después, seguían deambulando por las calles para acercarse, bien a los mentideros en busca de noticias y solaz, bien a las casas de conversación, bien a practicar algún juego como el de la pelota en el Prado Alto de San Jerónimo.

Terminada la comida, se dormía la siesta, cerraban los comercios y se paralizaba la circulación y el bullicio de las calles. Por la tarde, las tertulias, paseos, espectáculos, juegos y ocupaciones devotas, ocupaban el tiempo de los madrileños. Al llegar la noche, sólo los más atrevidos salían en busca de aventuras, citas o a gozar de amores fáciles.