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Retrato de Diego de Velázquez
Es ya tradicional que los artistas manifiesten su deseo de pasar a la posteridad no sólo gracias a la creación de obras de arte sino también mediante un retrato —suyo o de otro artista— que nos devuelva su propia imagen. Unas veces son captados en estudiada pose, vestidos con ropas y adornos elegantes y sujetando entre las manos un elemento propio del arte al que deben su fama, ya sea un plano en el caso del arquitecto, una gubia o un modelo de yeso en el caso del escultor, una partitura en el caso del músico o un pincel y una paleta en los pintores. Otras veces aparecen enfrascados en su trabajo, concentrados en el proceso de creación artística o simplemente descansando en su taller, con un aire pretendido de espontaneidad nunca casual. En otras ocasiones, por fin, los artistas hacen un guiño al espectador y, como si de un juego se tratara, se cuelan entre los personajes de su obra, caracterizados o a cara descubierta, abriendo un turno de conjeturas sobre si son o no son ellos, que puede no tener respuesta.
Diego de Velázquez sintió también esta necesidad, no exenta de orgullo y de disimulada vanidad, y quiso retratarse —o que le retrataran— en varias ocasiones a lo largo de su vida. Así, un rostro de hombre joven, vestido con traje negro y golilla blanca, moreno, serio y con bigote lucha desde hace tiempo por identificarse con el pintor. Lo mismo ocurre con uno de los soldados del séquito de Spínola en el cuadro de Las lanzas, en el que muchos quieren ver el rostro de Diego de Velázquez. Otros autorretratos no ofrecen dudas, aunque es el famosísimo de Las Meninas el principal de todos, no sólo por su extraordinaria calidad sino también por su complejidad compositiva y por su significado, que algunos interpretan como un manifiesto en favor de la ingenuidad de la pintura y del encumbramiento social del genial artista que, elegantemente vestido, pincel y paleta en ristre, se dispone a pintar sobre un enorme lienzo.
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