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Obras de Diego de Velázquez
En Madrid triunfó enseguida como pintor áulico y compuso la mejor galería de retratos regios y cortesanos de la colección real (Museo Nacional del Prado), sustituyendo el rígido formulismo de la etapa anterior por una visión más sobria, cercana y natural y por una interpretación de la majestad fundamentada en la dignidad del retratado. Desde la imponente cima de la soberanía descendió a las profundidades marginales donde habitaban los bufones, «hombres de placer de la corte» cuya deformidad plasmó con un respetuoso realismo, huyendo de las estridencias y la burla para destacar su condición humana y su triste existencia (Madrid, Museo Nacional del Prado). Este innovador proceso de desmitificación afectó también a la pintura de tema mitológico, rara en España, que en sus manos adquirió un tono coloquial y sarcástico en el que se humanizaban y analizaban las pasiones de los dioses (El triunfo de Baco y La fragua de Vulcano 1628-1630, Museo del Prado, o La Venus del espejo, 1650, Londres, National Gallery). Artista en constante evolución, al final de sus días pintó dos de sus obras más extraordinarias —además de otras muchas que nos obligarían a confeccionar un abultado catálogo— Las Meninas y Las hilanderas, ambas en el Museo del Prado (1656-1657).
En ellas, de una belleza y una maestría insuperables, Velázquez culminó las investigaciones renacentistas de Leonardo Da Vinci acerca de la representación del espacio atmosférico o perspectiva aérea, jugando con la ambigüedad de un realismo aparente y la verosimilitud de una instantánea para ocultar un complejo significado simbólico mediante el cual el artista evidenciaba su extraordinaria creatividad y el fundamento intelectual del arte de la pintura, que quedaba así elevada a la más alta dignidad.
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