Sociedad
Estructura social

La estructura básica de la sociedad, caracterizada por las claras diferencias entre los grupos sociales, con sus fronteras muy dibujadas y difíciles de sobrepasar, no experimentó cambios esenciales a lo largo del siglo XVII. En una primera clasificación se podría hablar de dos grandes grupos: los privilegiados, entre los que se encontraban la nobleza y el clero, y el conjunto de los restantes grupos sociales que servían a la sociedad y a la corona por medio de los impuestos.

La nobleza
La nobleza o aristocracia era el grupo de poder privilegiado económica  y políticamente. La corona gozaba en exclusiva de la facultad de conceder nuevos títulos. Las dificultades económicas de la época llevaron a una polarización social que hizo más poderosos a los aristócratas, pero también aumentó en cifras absolutas el número de los privilegiados, ya que era posible adquirir nuevos títulos por la venta de jurisdicciones señoriales. Otra de las vías para el ennoblecimiento era el ejercicio de cargos públicos, sobre todo los de justicia. Los letrados consideraban que su servicio al monarca era tan digno de ennoblecimiento como el de la vieja aristocracia militar.

El clero
El clero que, durante este período aumentó considerablemente en número, individual y colectivamente, poseía una enorme masa de bienes que se encontraban desigualmente repartidos, ya que existían notables diferencias entre las distintas sedes episcopales. Los altos cargos estaban destinados a la nobleza e incluso a miembros de la propia familia real (segundones y bastardos), que servían al monarca en materias políticas. Los canónigos y beneficiados, que provenían de familias de media y baja nobleza locales, llevaban una vida acomodada e independiente. En cuanto al clero regular, los jesuitas consolidaron su posición en la corte como confesores reales y en la enseñanza de las clases privilegiadas; los franciscanos eran la orden más numerosa y popular y las órdenes mendicantes, tenían en principio un cariz más popular y abierto.

Los grupos urbanos
La ideología oficial aceptaba la idea de que las letras, es decir, los estudios universitarios daban alguna clase de prestigio que podía ser asimilado a la nobleza o que, sobre todo, no se oponía a ella, lo que no sucedía con el comercio. La burocracia subalterna y la abogacía solían ser alternativas importantes desde el punto de vista económico y social. Los médicos sin embargo, no gozaban de un prestigio social semejante al de los juristas. Con relación al trabajo manual, la jerarquía de valor basada en la nobleza, los discriminaba en todas sus versiones, desde los artesanos a los comerciantes. A su vez, entre ellos funcionaban con una estructura gremial, que ofrecía una situación privilegiada a los hijos de los agremiados frente al examen de ingreso.

El campesinado
Durante esta época todo el campesinado europeo sufrió un incremento en sus obligaciones y pagos de muy diversa índole. Se incrementó la presión fiscal, que recaía principalmente sobre la producción agraria, se padeció un aumento de la presión señorial; el campesinado perdió en buena parte el usufructo de la tierra y sufrió el peso de la renta usuaria.

Los marginados
La polarización social, fruto de la crisis económica, aumentó el número de los grupos de marginados de la sociedad, en especial de los pobres. En Madrid a mediados de siglo se consideraba pobre a la mitad de sus habitantes, aunque muchos de ellos poseían por lo menos nominalmente un oficio: el de criados y trabajadores no especializados. Esta situación dio lugar a la fundación de hospitales e instituciones de beneficencia, gestionadas por el clero y la nobleza, como la importante Hermandad del Refugio o la Casa de la Misericordia. Judeo-conversos, moriscos, gitanos, esclavos, vagabundos, prostitutas, bandoleros, componen el grupo de los marginados, destacan los pícaros, desarraigados de toda clase que se daban cita en las ciudades, que se convirtieron en protagonistas de la literatura y de las leyendas más famosas de la villa y corte.

La casa

El origen medieval de la villa de Madrid, imponía un trazado urbano sinuoso y laberíntico. Sobre éste se levantaban unas casas «dignas» de dos o tres plantas con buhardillas generalmente y con patio o corral, exceptuando las construidas «a la malicia» que eran de una sola planta. La planta baja era para el verano y la alta para los rigurosos inviernos madrileños. El frío y el elevado precio de las superficies acristaladas obligaban a reducir el tamaño de los huecos de iluminación y ventilación.

El frío amontonaba esteras en los suelos, y colgaba de las paredes y ante las puertas paños y tapices; llevaba las alcobas a piezas interiores sin ventilación directa y hacía vestir las camas con doseles de gruesa tela y colgaduras. Eran escasos los medios con los que defenderse del frío, que quedaban prácticamente reducidos a la utilización del brasero. La pieza fundamental de la casa era el estrado, el resto giraba a su alrededor. Estaba dividido hacia el tercio de su tamaño, por una barandilla de labrados balaustres de madera, a la parte mayor o la de cabecera se añadía la tarima, que era el espacio reservado a las damas y que estaba cubierto de cojines, su asiento habitual, ya que las sillas eran utilizadas por los hombres.

El estrado se adornaba de mesas con bargueños y aparadores, sillas, sillones fraileros y alguna jamuga de viaje. Los muebles eran de gruesa madera, generalmente de roble, reforzados con piezas y fijadores de hierro. Las mesas y escritorios se vestían con telas que colgaban hasta el suelo para guardar el calor del brasero en su interior. Aparadores en el comedor, bufetes, vitrinas y jofaina con jarro en las alcobas. Sobre las paredes, grandes cuadros oscuros, tapices con escenas religiosas, figuras de santos y cornucopias con candelabros que multiplicaban la tenue luz de las velas en sus espejos.

La vestimenta

El traje de la época resultaba una pesada carga económica para los hombres y las mujeres. Las ricas telas al uso y las numerosas partes de que se constituía, unido a los adornos imprescindibles de puntas y pasamanería, hacían de un vestido femenino un pequeño capital. Estos vestidos pasaban de mano en mano en disposiciones testamentarias que decidían el destino de los mismos, al igual que se lega algo valioso e importante. Lo más representativo era la anchurosa falda y el cuerpo ajustado, que han hecho tan característica a la época, y que impusieron una nueva figura al cuerpo femenino, que se moldeaba sobre la base de corsés y estructuras de alambre, que ganaban en complejidad y rigidez según el escalafón social de la usuaria.

Si las mujeres no dejaban ver ni por asomo sus tobillos, los hombres en cambio, lucían las piernas generosamente. En el siglo XVI hasta arriba mostrando la tersura de sus calzas, para después descender el calzón hasta las rodillas, que se ataba bajo ellas, y dejaba vistas las pantorrillas dentro de sus medias calzas. Otra característica de la moda masculina fueron los cuellos. Con origen en las «gorgueras», de antecedentes franceses, Felipe IV impuso el uso de las «valonas», rígidas y almidonadas en un principio, se transformaron en blandas prendas de encaje que caían vueltas sobre el cuello. Un jubón ajustado cubría el cuerpo, cuyas mangas al igual que las de las mujeres, solían ser independientes. El sombrero era inevitable y fue ensanchando su ala conforme avanzaba el siglo. La espada era larga y afilada con empuñadura ricamente adornada y pesada. Y la capa se usaba en invierno y en verano como complemento imprescindible del traje masculino.

La cocina

La cocina de la nobleza

La abundante literatura de la época, nos enseña que no todos comían todos los días y que para muchos suponía una aventura diaria la posibilidad siempre remota, de algo con lo que llenar el estómago. Pero también sabemos que los que comían, lo hacían bien y copiosamente.

En Madrid, al hablar de cocina hay que separar dos bien distintas: una lujosa, de corte, no sólo de los palacios reales sino también de las grandes casas de nobles, y otra que sin llegar a la pobre cocina de los pícaros y trotamundos, era más popular, real y auténtica, de ella se habla en el punto siguiente.

En cuanto a la cocina de corte, una comida de celebración de treinta y cuatro platos era habitual, servida a modo de buffet renovado dos o tres veces. El plato estrella de la época era «el manjar blanco», especie de puré formado con harina de arroz, pechugas deshiladas de pollo cocido, leche como base, y yemas de huevo batidas como ligazón.

Con  relación a las bebidas, el vino era el protagonista, mezclado con agua y combinando el tinto y el blanco en una mezcla llamada «la calabriada», también era normal que los vinos se sirvieran preparados con especias, cocidos o no, y azucarados. También eran frecuentes las bebidas compuestas de agua y miel —el hidromiel— composiciones en las que entraba la leche, el agua de rosas, de menta o de cebada. El refresco por naturaleza era «la aloja», bebida en la que intervenían frecuentemente las especias, sin alcohol y que se bebía muy fría, entre nieve...

La cocina popular

La cocina popular madrileña se encuentra dentro de las normas lógicas de su producción comarcal, de grandes influencias manchegas y mesetarias.

Tierra de cereales, comarca de huertas, resultan los productos hortícolas muy frecuentes en las combinaciones culinarias. Por otra parte, la coexistencia de la cocina del pueblo y la de la corte, hace que se produzcan influencias mutuas entre unos y otros recetarios. La cocina de olla rige la confección de los platos en sus dos vertientes habituales; la severa de un solo elemento acompañado por accesorios culinarios, y la barroca complejidad del guiso donde todo cabe. La cocina de la época se caracterizaba por una suculencia, tanto en cantidad como en materia grasa, a la que hoy en día no estamos acostumbrados. Desayunos de aguardiente con naranja con miel, raciones mínimas de tres huevos, pasteles de hojaldre rellenos de carne picada o escabeche troceado, de a cuatro y de a ocho, según el dinero y el hambre del comitente, que se despachaban en las pastelerías o los numerosos «bodegones de puntapié», breves tenderetes situados en las calles y plazoletas, ya que era muy frecuente comer a la intemperie.

El pan como alimento básico, acompañado por un trozo de chorizo, torrezno o cecina, era el almuerzo habitual para el trabajador.

Celebraciones

La profunda religiosidad popular daba lugar a un crecido número de celebraciones en las cuales no se podía establecer claramente la frontera entre lo sagrado y lo profano, ni si estaban dedicadas al pueblo o a la corte, ya que disfrutaban todos juntos del espectáculo. Además, el carácter bullicioso de los españoles, la desgana de trabajar y la devoción mal entendida, contribuyeron a aumentar los días feriados, de tal suerte que algún año los días de labor sólo llegaron a ciento. A los domingos había que agregar las Pascuas, vísperas y fiestas de patronos y parroquias, octavas, novenas, procesiones, autos de fe, canonizaciones, Semana Santa, Corpus Christi. En realidad, todo era ocasión y pretexto para divertirse y utilizar la religión como principal escudo.

Fiestas literarias y teatrales

A las conmemoraciones religiosas de todo orden, nunca fueron más extremadas que en el siglo XVII, habría que añadir las no pocas festividades profanas como las Carnestolendas y, en Madrid, como centro de la monarquía, frecuentes festejos y espectáculos raros en otros lugares, como eran las recepciones de príncipes y princesas, embajadores u otros personajes extranjeros, bodas, natalicios, bautizos e incluso funerales. La aristocracia compartía con el soberano las fiestas palaciegas, los deportes y las aficiones literarias, escénicas y galantes de su señor. El Buen Retiro era el principal escenario, y el pueblo, aunque no podía llegar a los sofisticados lugares de placer de las clases superiores, se asomaba a ellos en cuanto podía, tomaba parte en los de aprovechamiento común, y tenía sus diversiones propias y genuinas.

Había fiestas populares como las romerías a ermitas de santos, o las Carnestolendas que se celebraban con animación y bullicio extraordinario, o espectáculos de general entusiasmo como las farsas teatrales, para las que empezaron a construirse locales propios, cuando no eran autos sacramentales, que armonizaban también lo profano y lo religioso, y que se representaban en portátiles tabladillos. O fiestas caballerescas, en las que los diestros jinetes de la aristocracia actuaban como actores y el pueblo como espectador, tales como las justas, torneos o corridas taurinas. También el baile apasionaba por igual a nobles y plebeyos, y de él existían  multitud de géneros y variantes. Es indudable, que fueron unos momentos donde la crisis política y económica convivía espectacularmente con la fiesta y el regocijo general.

Costumbres

Desde horas muy tempranas, las siete en verano, las ocho en invierno, las calles y plazas madrileñas se llenaban de gentío al son de las innúmeras campanas de iglesias y monasterios. A pie, en mula o en carroza, personajes de toda índole pasaban por la Plaza Mayor, la de la Cebada o la Red de San Luis para, en sus mercados, adquirir las vituallas diarias en medio de alborotos y trifulcas. En algunas esquinas empezaban a funcionar los famosos bodegones de puntapié, tenderetes donde se servían alimentos para comer en la calle. La intensa actividad de la villa, era interrumpida al toque vespertino de oraciones a las doce, después, seguían deambulando por las calles para acercarse, bien a los mentideros en busca de noticias y solaz, bien a las casas de conversación, bien a practicar algún juego como el de la pelota en el Prado Alto de San Jerónimo.

Terminada la comida, se dormía la siesta, cerraban los comercios y se paralizaba la circulación y el bullicio de las calles. Por la tarde, las tertulias, paseos, espectáculos, juegos y ocupaciones devotas, ocupaban el tiempo de los madrileños. Al llegar la noche, sólo los más atrevidos salían en busca de aventuras, citas o a gozar de amores fáciles.