Las fiestas

A las conmemoraciones religiosas de todo orden, nunca fueron más extremadas que en el siglo XVII, habría que añadir las no pocas festividades profanas como las Carnestolendas y, en Madrid, como centro de la monarquía, frecuentes festejos y espectáculos raros en otros lugares, como eran las recepciones de príncipes y princesas, embajadores u otros personajes extranjeros, bodas, natalicios, bautizos e incluso funerales. La aristocracia compartía con el soberano las fiestas palaciegas, los deportes y las aficiones literarias, escénicas y galantes de su señor. El Buen Retiro era el principal escenario, y el pueblo, aunque no podía llegar a los sofisticados lugares de placer de las clases superiores, se asomaba a ellos en cuanto podía, tomaba parte en los de aprovechamiento común, y tenía sus diversiones propias y genuinas.

Había fiestas populares como las romerías a ermitas de santos, o las Carnestolendas que se celebraban con animación y bullicio extraordinario, o espectáculos de general entusiasmo como las farsas teatrales, para las que empezaron a construirse locales propios, cuando no eran autos sacramentales, que armonizaban también lo profano y lo religioso, y que se representaban en portátiles tabladillos. O fiestas caballerescas, en las que los diestros jinetes de la aristocracia actuaban como actores y el pueblo como espectador, tales como las justas, torneos o corridas taurinas. También el baile apasionaba por igual a nobles y plebeyos, y de él existían multitud de géneros y variantes. Es indudable, que fueron unos momentos donde la crisis política y económica convivía espectacularmente con la fiesta y el regocijo general.