Diego de Velázquez
Retrato de Diego de Velázquez

Es ya tradicional que los artistas manifiesten su deseo de pasar a la posteridad no sólo gracias a la creación de obras de arte sino también mediante un retrato —suyo o de otro artista— que nos devuelva su propia imagen.  Unas veces son captados en estudiada pose, vestidos con ropas y adornos elegantes y sujetando entre las manos un elemento propio del arte al que deben su fama, ya sea un plano en el caso del arquitecto, una gubia o un modelo de yeso en el caso del escultor, una partitura en el caso del músico o un pincel y una paleta en los pintores. Otras veces aparecen enfrascados en su trabajo, concentrados en el proceso de creación artística o simplemente descansando en su taller, con un aire pretendido de espontaneidad nunca casual. En otras ocasiones, por fin, los artistas hacen un guiño al espectador y, como si de un juego se tratara, se cuelan entre los personajes de su obra, caracterizados o a cara descubierta, abriendo un turno de conjeturas sobre si son o no son ellos, que puede no tener respuesta.

Diego de Velázquez sintió también esta necesidad, no exenta de orgullo y de disimulada vanidad, y quiso retratarse —o que le retrataran— en varias ocasiones a lo largo de su vida. Así, un rostro de hombre joven, vestido con traje negro y golilla blanca, moreno, serio y con bigote lucha desde hace tiempo por identificarse con el pintor. Lo mismo ocurre con uno de los soldados del séquito de Spínola en el cuadro de Las lanzas, en el que muchos quieren ver el rostro de Diego de Velázquez. Otros autorretratos no ofrecen dudas, aunque es el famosísimo de Las Meninas el principal de todos, no sólo por su extraordinaria calidad sino también por su complejidad compositiva y por su significado, que algunos interpretan como un manifiesto en favor de la ingenuidad de la pintura y del encumbramiento social del genial artista que, elegantemente vestido, pincel y paleta en ristre, se dispone a pintar sobre un enorme lienzo.

El estudio de Diego de Velázquez

A diferencia de lo que sucede con otros muchos artistas cuyos talleres sólo conocemos someramente a través de descripciones o referencias indirectas o que, incluso, son desconocidos, disponemos de una imagen muy completa del obrador de Diego de Velázquez. En 1656 el artista eligió este marco para ambientar una de sus obras más famosas, innovadoras y controvertidas: Las Meninas, también llamada La familia de Felipe IV. Ubicado dentro del Alcázar Real, como correspondía a un pintor de cámara del rey, el taller de Diego de Velázquez era una pieza amplia, bien iluminada, sin otro mobiliario que el imprescindible para su actividad artística y con las paredes repletas de cuadros entre los cuales destacaba también un espejo, objeto muy utilizado por los pintores para perfeccionar su conocimiento de la realidad, estudiar gestos y actitudes y mejorar las composiciones reflejadas en la superficie cristalina.

La paciencia de algunos estudiosos ha permitido identificar los dos grandes cuadros que cuelgan de la pared del fondo y que, al parecer, no eran obras del artista sino copias de su yerno y discípulo —Juan Bautista Martínez del Mazo— de sendas obras mitológicas de Rubens (Minerva y Aracne) y Jordaens (Apolo y Pan). Una pesada puerta de madera, con adorno de cuarterones, permitía el acceso a esta sala de trabajo donde el artista se recluía para concentrarse y dar rienda suelta a su creatividad. El habitual silencio queda roto en Las Meninas por la presencia de varios miembros de la familia real, sus criados y un dócil perro, todos ellos inmortalizados por el insigne pintor Diego Velázquez.

Biografía de Diego de Velázquez

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, universalmente conocido como Diego Velázquez, es una de las figuras capitales de la historia de la pintura. Natural de Sevilla (1599), antes de cumplir los doce años entró de aprendiz en el taller del pintor Francisco Pacheco, que le inculcó su interés por la mitología y le transmitió su cultura humanista, y con cuya hija Juana, Velázquez contraería matrimonio en 1617. Para entonces, Velázquez se había convertido en un consumado maestro del naturalismo tenebrista. Gracias a la protección del conde duque de Olivares, ministro plenipotenciario de Felipe IV, consiguió trasladarse a Madrid en 1623 y fue nombrado Pintor de Cámara del Rey. Consolidó su brillante carrera artística con la obtención de varios oficios cortesanos y con el ingreso, en 1658, en la Orden de Santiago, privilegio reservado a la alta nobleza. Por sus excepcionales dotes artísticas y por su carácter, Diego de Velázquez se ganó el afecto y la confianza de Felipe IV, que lo envió a Italia en dos ocasiones (1629-1631 y 1649-1651) a fin de adquirir obras de arte para las colecciones reales. Estos viajes influyeron decisivamente en su evolución artística, pues le permitieron profundizar en la pintura italiana y le llevaron a interpretar la realidad en términos de luz y color y a dominar la técnica de la perspectiva aérea o atmosférica. Tras una breve enfermedad, murió en Madrid en agosto de 1660. Fue llorado por el rey y por la corte, quienes lo despidieron con un solemne funeral.

La técnica pictórica de Diego de Velázquez

En el taller sevillano de Francisco Pacheco, pintor modesto pero de una gran cultura y sensibilidad artística, aprendió Diego Velázquez la técnica de la pintura, arte cuya maestría obtuvo —una vez superado el examen reglamentario— en 1617. En el inicio de su carrera el artista se mantuvo fiel a la influencia caravaggesca que imperaba en su ciudad natal, realizando obras con una técnica de factura compacta y minuciosa, contornos muy dibujados y una gama de colores terrosos que respondían perfectamente a las necesidades del naturalismo tenebrista entonces en boga. Su primer viaje a Madrid, en 1622, supuso también un primer giro en su evolución artística, que se caracterizó por el empleo de tonalidades más claras y luminosas y por el uso de una pincelada más suelta y deslavazada, técnica que seguiría desarrollando durante el resto de su carrera artística. Las pinturas de la escuela veneciana, que pudo estudiar en las colecciones reales, así como el contacto con Rubens (1628-1629) renovaron su concepción pictórica y lo impulsaron a ablandar los volúmenes y a aligerar las pinceladas, si bien mantuvo todavía el naturalismo de sus primeros años.

Su primer viaje a Italia (1629-1631) determina la madurez de su estilo por el conocimiento directo de la pintura renacentista y coetánea de Génova, Venecia, Ferrara, Bolonia, Roma y Nápoles, que imprimieron a su estilo una nueva fluidez y una extraordinaria riqueza cromática, y le hicieron profundizar también en la capacidad compositiva de la luz y de la sombra. En su segundo viaje a Italia (1648-1651) su estilo está ya perfectamente definido y, tanto allí como a su regreso, realiza algunas de sus principales obras, que evidencian su inigualable maestría en el dominio de una técnica libre, abocetada y espontánea y en su capacidad para plasmar la cambiante luminosidad de la atmósfera en interiores o al aire libre. A esta última etapa corresponden Las Meninas (1656) y Las hilanderas (1657), obras maestras en las que hizo un uso ejemplar de la perspectiva aérea o atmosférica, y en las que captó el aire existente entre los objetos e interpretó visualmente el movimiento y la instantaneidad.

Diego de Velázquez y su vida

A pesar de su dilatada vida como pintor, que llega a las cuatro décadas, sus obras conocidas apenas superan los 120 cuadros, una cantidad muy pequeña si la comparamos con la conservada de otros artistas. Ante la genialidad de sus trabajos es lógico que sea más conocida su vida como pintor, pero por lo que parece no era esta actividad la que más tiempo le ocupaba.

Después de salir del taller sevillano de su suegro Pacheco rumbo a Madrid, con apenas 24 años llegó a ser pintor real, en 1627 ujier de cámara, en 1628 pintor de cámara, en 1636 fue nombrado ayuda de guardarropa, en 1643 ayuda de cámara, y a partir de 1652 recibiría el importante nombramiento de aposentador mayor de palacio.

Aunque semejante relación de funciones pudo separarlo de los pinceles, no por ello quedaría alejado de las grandes empresas artísticas de la Corona. Tras su primer viaje a Italia (1629-1631), le llovieron encargos, no sólo pictóricos, por doquier. Su intervención fue decisiva en la creación y en la elaboración del programa político desplegado en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro (1633-1635). Entre 1635 y 1637 participa activamente en las obras de la Torre de la Parada, antiguo cazadero situado en la reserva del Pardo, donde se encarga de su decoración, y muy especialmente de su estancia principal: la galería del rey. Más amplia y dilatada fue su intervención en el viejo alcázar madrileño. Allí se ocupó, principalmente a lo largo de la década de los cuarenta, de la decoración de la Pieza Ochavada, del Salón Dorado, de la Galería del Cierzo etc. o de la reconversión del llamado Salón Nuevo en el, posteriormente, denominado Salón de Espejos. En la década siguiente, intervendría en el mítico monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en el Panteón y, muy especialmente, en la Sacristía y en las Salas Capitulares del Prior y del Vicario.

En estas empresas, además de supervisar todo tipo de trabajos, y de realizar cuadros para cada una de ellas, entró en  contacto directo con obras maestras de la pintura universal, que sin duda estudió para  instalarlas en sus nuevos emplazamientos, caso de multitud de pinturas de Ticiano, Rafael, Tintoretto, Correggio, Carracci, Rubens, Veronés, Guido Reni, Ribera, Van Dyck, Claudio de Lorena, Domenichino, Gentileschi, Snyders, Zurbarán, Giorgione, o Roger van der Weyden, entre otros. Sólo así podrán comprenderse, en su justa dimensión, la vida y la obra de Diego Velázquez.

Diego de Velázquez y su obra

Durante su etapa juvenil o de formación, que transcurrió en Sevilla al lado de Francisco Pacheco (1610-1622), Velázquez siguió los dictados del naturalismo tenebrista: realizó composiciones sencillas en las que imperaban los tonos ocres y cobrizos, y en las que se  plasmaban aspectos de la realidad cotidiana mediante tipos y objetos populares (El aguador de Sevilla). Su traslado a Madrid, en 1623, y su ingreso en la corte de Felipe IV marcan una nueva etapa de su evolución, determinada por el contacto directo con las fabulosas colecciones reales de pintura. Esta circunstancia le permitió estudiar a los grandes artistas italianos y le impulsó a abandonar el tenebrismo en favor del colorido y la luminosidad de la pintura veneciana, y a tratar también temas mitológicos (El triunfo de Baco).

Su madurez llegaría, sin embargo, en la década de 1630, como resultado de su relación con el gran maestro Rubens y de sus dos viajes a Italia. Su técnica se hizo más suelta y ligera, sus tonalidades más claras y ambientales y sus composiciones más armoniosas, en las que logró efectos luminosos y atmosféricos que revolucionarían el arte de la pintura (Las Meninas y Las hilanderas). Velázquez pintó obras de todos los géneros (religioso, paisaje, mitológico, histórico), aunque destacan sus retratos de la familia real.

Diego de Velázquez y su época

La vida de Diego de Velázquez (1599-1660) transcurre a lo largo del siglo XVII y coincide con los reinados en España de Felipe III y Felipe IV de Austria, una época señalada por la presencia constante de conflictos bélicos que, desde la guerra de los Treinta Años hasta la guerra con Portugal (1618-1668), marcan el declive político y militar de un Imperio en proceso de descomposición.

El legado de Carlos V y de Felipe II comienza a disminuir irremisiblemente y el Estado, tratando de conservar su fortaleza, se embarca en luchas costosas e interminables, que merman a la población y la empobrecen. La incidencia de la guerra se une a la desocupación generalizada, la emigración y las epidemias, además provoca un alarmante retroceso económico y demográfico, y genera entre la población un imparable sentimiento de derrota. La decisión de Felipe III de expulsar a los moriscos dañó gravemente la agricultura de Aragón y de Valencia —y a esto habría que sumar los años de sequía y las malas cosechas— , el comercio con América agonizaba también, se depreciaba el dinero y la hacienda se declaraba en bancarrota. Las desigualdades sociales, propias del Antiguo Régimen, se agudizaron y se multiplicó el número de pobres y buscavidas, que huían del campo a la ciudad en busca de un horizonte más halagüeño. Esto produjo la  desestabilización del frágil orden establecido y el desarrollo de la picaresca, que se extendió a todos los órdenes de la vida. En la cima de la pirámide social, la corona, el clero y la alta nobleza concentraban en sus manos la propiedad mayoritaria del suelo y detentaban privilegios que favorecían la corrupción política y el favoritismo a todos los niveles, desde el valido hasta el último alguacil.

Suma de contradicciones y paradojas, esta época brilló con luz propia en el campo de las artes y de las letras que, a partes iguales, se emplearon al unísono en evidenciar la dramática situación por la que atravesaba España —magistralmente ejemplarizada en las vidas de tantos buscones, pícaros y desocupados que poblaron la literatura— y en aparentar la grandeza de la monarquía mediante la magnificencia de la arquitectura, la pintura, la escultura, la música, el teatro y tantas otras artes, que dieron lo mejor de sí mismas al servicio de este envejecido ideal.

Obras de Diego de Velázquez

Considerado por la historia del arte como un artista universal, las obras de Diego Velázquez gozaron desde siempre del aprecio y la estimación de todas las gentes, tanto de los críticos y los entendidos como de los propios artistas, los eruditos y los simples curiosos, que encontraron en sus cuadros una visión directa de la realidad y una interpretación amable y libre de prejuicios de sus aspectos más oscuros y controvertidos. Al inicio de su carrera, en Sevilla, Velázquez dirigió su mirada hacia personajes populares y perfectamente identificables en su fisonomía, sus gestos y su actividad: la Vieja friendo huevos (1618, Edimburgo, National Gallery of Scotland), los Jóvenes comiendo y el Aguador de Sevilla (ambos de hacia 1620-1622, Londres, Wellington Museum) nos devuelven imágenes de la vida cotidiana y nos evocan oficios —como el de la venta callejera de agua fresca— que fueron cayendo en desuso con el paso del tiempo. Esta misma actitud queda patente también en sus primeras interpretaciones de asuntos religiosos, como Cristo en casa de Marta y María (1618, Londres, National Gallery) o La cena de Emaús (h. 1618-1620, Dublín, The National Gallery of Ireland), donde la trascendencia del hecho se oculta tras una cortina de aparente naturalidad. Su gusto por lo concreto no desapareció nunca, sino que fue matizándose y evolucionando al compás de su desarrollo artístico.

En Madrid triunfó enseguida como pintor áulico y compuso la mejor galería de retratos regios y cortesanos de la colección real (Museo Nacional del Prado), sustituyendo el rígido formulismo de la etapa anterior por una visión más sobria, cercana y natural y por una interpretación de la majestad fundamentada en la dignidad del retratado. Desde la imponente cima de la soberanía descendió a las profundidades marginales donde habitaban los bufones, «hombres de placer de la corte» cuya deformidad plasmó con un respetuoso realismo, huyendo de las estridencias y la burla para destacar su condición humana y su triste existencia (Madrid, Museo Nacional del Prado). Este innovador proceso de desmitificación afectó también a la pintura de tema mitológico, rara en España, que en sus manos adquirió un tono coloquial y sarcástico en el que se humanizaban y analizaban las pasiones de los dioses (El triunfo de Baco y La fragua de Vulcano 1628-1630, Museo del Prado, o La Venus del espejo, 1650, Londres, National Gallery). Artista en constante evolución, al final de sus días pintó dos de sus obras más extraordinarias —además de otras muchas que nos obligarían a confeccionar un abultado catálogo— Las Meninas y Las hilanderas, ambas en el Museo del Prado (1656-1657).

En ellas, de una belleza y una maestría insuperables, Velázquez culminó las investigaciones renacentistas de Leonardo Da Vinci acerca de la representación del espacio atmosférico o perspectiva aérea, jugando con la ambigüedad de un realismo aparente y la verosimilitud de una instantánea para ocultar un complejo significado simbólico mediante el cual el artista evidenciaba su extraordinaria creatividad y el fundamento intelectual del arte de la pintura, que quedaba así elevada a la más alta dignidad.