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Diego de Velázquez y su época
El legado de Carlos V y de Felipe II comienza a disminuir irremisiblemente y el Estado, tratando de conservar su fortaleza, se embarca en luchas costosas e interminables, que merman a la población y la empobrecen. La incidencia de la guerra se une a la desocupación generalizada, la emigración y las epidemias, además provoca un alarmante retroceso económico y demográfico, y genera entre la población un imparable sentimiento de derrota. La decisión de Felipe III de expulsar a los moriscos dañó gravemente la agricultura de Aragón y de Valencia —y a esto habría que sumar los años de sequía y las malas cosechas— , el comercio con América agonizaba también, se depreciaba el dinero y la hacienda se declaraba en bancarrota. Las desigualdades sociales, propias del Antiguo Régimen, se agudizaron y se multiplicó el número de pobres y buscavidas, que huían del campo a la ciudad en busca de un horizonte más halagüeño. Esto produjo la desestabilización del frágil orden establecido y el desarrollo de la picaresca, que se extendió a todos los órdenes de la vida. En la cima de la pirámide social, la corona, el clero y la alta nobleza concentraban en sus manos la propiedad mayoritaria del suelo y detentaban privilegios que favorecían la corrupción política y el favoritismo a todos los niveles, desde el valido hasta el último alguacil.
Suma de contradicciones y paradojas, esta época brilló con luz propia en el campo de las artes y de las letras que, a partes iguales, se emplearon al unísono en evidenciar la dramática situación por la que atravesaba España —magistralmente ejemplarizada en las vidas de tantos buscones, pícaros y desocupados que poblaron la literatura— y en aparentar la grandeza de la monarquía mediante la magnificencia de la arquitectura, la pintura, la escultura, la música, el teatro y tantas otras artes, que dieron lo mejor de sí mismas al servicio de este envejecido ideal.
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